martes, 28 de julio de 2009

El descanso

Estábamos sentados en la arena contemplando el atardecer. Las aves revoloteaban a nuestro alrededor. La playa estaba desierta, como en un sueño. Pero esto no era un sueño en absoluto. Ambos sabíamos que en cualquier momento llegarían por nosotros. Aún así, no estábamos apresurados; por el contrario, parecía que tuviéramos todo el tiempo que presta la vida. Ya habíamos corrido suficiente, ahora nos tocaba un descanso. Jacinto saca una cajetilla de cigarros y me invita uno. Fumamos en silencio, apreciando el mar que se veía tan tranquilo como nosotros. El bendito mar, nuestro próximo destino. Jacinto siempre estaba sereno. En los trabajos más complicados, su aplomo siempre primaba; contrastando con mi vehemencia, el ímpetu de un novel soldado. La dupla perfecta, decía el jefe. Con el tiempo aprendí a tomar un poco de su serenidad. Lo justo, lo necesario para culminar con éxito una misión.

Terminamos de fumar, nos miramos, nos pusimos de pie y nos dimos un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Jacinto dijo - ¿Listo?- Respondí que si. A lo lejos escuchamos los autos que llegaban por el malecón. Ambos vaciamos nuestros bolsillos sobre la arena; recibos, papeles con nombres y direcciones, papeles arrugados. Dejamos también nuestras pistolas y luego nos desvestimos por completo. Nos miramos de nuevo. Nos pusimos en cuclillas, como si fuéramos dos corredores a punto de iniciar la carrera, Jacinto miró a la infinidad del mar y dijo –En sus marcas, listos… ¡fuera! –

Partimos corriendo, disparados hacia el mar y nos sumergimos en él. Nadamos con destreza, internándonos en el fondo hasta desaparecer. Los autos llegaron a la playa. Zapatos pulcramente lustrados asomaron tras abrirse las puertas. Nosotros ya estábamos lejos, demasiado lejos. Inalcanzables.

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