viernes, 30 de abril de 2010

El dilema de Orestes

Orestes está preocupado. De un tiempo a ésta parte siente un irrefrenable deseo de matar. Nadie tiene derecho a quitarle la vida a un ser humano, sólo Dios puede hacerlo, la voz del padre Montes le viene lejana. El mismo Padre Montes, director del colegio donde Orestes estudió, que hace unos años acabó con su vida colgándose del campanario de la iglesia, abrumado por las acusaciones de pedofilia. Orestes piensa que se está volviendo loco, que las puertas de la demencia se acercan a él o él a ellas que para el caso da lo mismo. Este abyecto deseo le asalta en diferentes lugares, a cualquier hora del día; ahora mismo que va sentado en la combi y observa el cuello del pasajero que va sentado delante de él. Otras veces cuando un inoportuno y locuaz vendedor interrumpe su lectura del periódico, o cuando el inofensivo cobrador hace sonar las monedas cerca de su cara diciendo: Pasajes, pasajes. Hay que tener mucha serenidad para soportar todo esto.

Pero, ¿Cuándo se originó ésta insana apetencia?, se pregunta. Definitivamente, a la primera persona que quiso matar fue a su padre cuando éste le lanzaba zapatos que pasaban volando sobre su pequeña cabeza. Orestes era un niño y su padre no tenía paciencia. Vamos, seamos sinceros, ¿Quién no ha deseado alguna vez matar a su padre?, aunque sea un poquito. Este es un deseo nato, que también se fecunda con nosotros en el vientre de nuestra madre. Orestes hurga en su historia más reciente; su jefe. Ahora lo recuerda, este vil pensamiento volvió cuando su jefe, en un acto totalmente indigno, le mando a lavar su carro. ¿Su auto?, dijo mientras sostenía unos papeles llenos de números, pero si estoy ocupado con éste presupuesto. El jefe sonrió y dejo caer las llaves sobre el escritorio de su empleado. Aquella no había sido la única gracia del considerado jefe. En otra oportunidad le pidió que le acompañara a hacer las compras al supermercado, Orestes terminó con los brazos entumecidos de tanta bolsa que cargó. A él lo quiero matar, pero tiene que ser una muerte sobresaliente, óptima, única. El jefe no merece menos. Antes tengo que entrenarme un poco, decide a la vez que no quita la mirada del cuello pasajero que tiene delante. ¿Por dónde empezar? Me gustaría posar mis manos sobre ese alargado y pulcro cuello, y luego estrujarlo con todas mis fuerzas, sentir como poco a poco el aíre deja de ingresar y la vida se va extinguiendo. Orestes siente que alguien le está mirando. Un viejo está parado al lado suyo. ¿Qué esperas para empezar?, le escucha decir al viejo. Orestes se sorprende, ¿será posible que lo hayan descubierto tan pronto?, ¿Cómo dijo?, le pregunta al viejo. El anciano responde con suavidad, ¿Me puede ceder el asiento por favor? Orestes y el anciano se miran sin decir una palabra más. Unos segundos pasan imperceptibles. Orestes le cede el asiento al anciano. Se queda mirándolo. ¿Por dónde empezar?

No hay comentarios:

Publicar un comentario